El llamado ‘mes de los congresos’, en el que los partidos británicos se reúnen para publicitar a sus líderes, hacer acopio de ideas y, en este caso, prepararse para las elecciones del próximo año, ha mostrado el problema gigantesco al que se enfrenta el primer ministro, Rishi Sunak, para mantenerse en el poder. Reino Unido vive en una situación tan contradictoria que es casi inexplicable: un Gobierno conservador liderado por un admirador de Margaret Thatcher que ha subido los impuestos a máximos desde la Segunda Guerra Mundial, al que los mercados le han prohibido bajarlos, y que parece incapaz de demostrar que el Estado sabe por lo menos aprovechar todos esos ingresos. Y el responsable último de esta paradoja es David Cameron, el ex primer ministro que inció los 13 años de gobiernos ‘tories’ y que dejó una bomba económica de relojería a sus sucesores.
El gran problema al que se enfrenta el país es que la política de austeridad presupuestaria que implementó Cameron, entre 2010 y 2016, dejó un fuerte agujero en los servicios públicos del país: la falta de inversión se fue acumulando, y los resultados se ven ahora en infinitas listas de espera en los hospitales, en colegios construidos con cemento caducado que se caen a pedazos y en proyectos de infraestructura cuya factura se ha disparado. La subida de impuestos actual apenas sirve para compensar las necesidades de esos servicios de hoy en día y cubrir un poco de la factura acumulada en esos años de infrainversión.
En su gran discurso, lo más que Sunak pudo anunciar fue el fin del intento de crear un tren de Alta Velocidad entre Londres y Mánchester, en una admisión de que el país -al contrario que España, Francia o Alemania- es incapaz de llevar a cabo grandes proyectos de infraestructura que favorezcan el desarrollo del país. El resto de los anuncios fueron un sinfín de ideas inconexas: la prohibición del tabaco, retoques al sistema educativo y algunos bonus para profesores y médicos. Ningún plan a largo plazo, más allá de lamentarse por la cantidad de personas que reciben el ingreso mínimo.
Los analistas esperaban ansiosos el anuncio de algún tipo de rebaja de impuestos, pero no hubo ningún as bajo la manga. El Gobierno británico lleva un año aterrorizado después de los 49 días en los que Liz Truss intentó hacer una serie de rebajas para “impulsar el crecimiento”. Aquello terminó con el Banco de Inglaterra interviniendo el mercado de bonos, la deuda británica disparada por lo que los analistas describían como “la prima de idiotez” y la derrota de Truss ante una lechuga tras la implosión a toda velocidad de su breve Gobierno. El ministro de Hacienda designado para arreglar el desaguisado, Jeremy Hunt, decidió volver a la ortodoxia más absoluta y cancelar todas las rebajas. Y desde entonces no se ha atrevido a bajar ni un céntimo.
La imposibilidad de tocar los ingresos es un lastre político y mental para un partido que tiene como ídolo a Thatcher, una primera ministra que se caracterizó por hacer fuertes recortes impositivos. Y la comparación es especialmente dura, dado que Sunak es el político que más los ha subido en 70 años, hasta niveles que no se veían desde 1950, cuando un Gobierno socialdemócrata tuvo poco menos que reconstruir el país tras una guerra que había dejado miles de viviendas destruidas, millones de personas muertas, deudas gigantescas, racionamiento de comida y una sociedad traumatizada que tenía que reacostumbrarse a la paz.
Y ni siquiera es que los ingresos vayan a mantenerse estables. Las estimaciones más recientes, de la Resolution Foundation, publicadas el viernes, apuntan a que la inflación y la no deflactación de los tramos va a disparar los ingresos del IRPF y cotizaciones sociales en 40.000 millones de libras hasta 2028, frente a los 16.000 millones que se estimaban cuando Sunak anunció la congelación de los tramos en 2021.
Cuando Thatcher, la gran guía del Partido Conservador, revolucionó la economía británica tenía dos grandes ventajas. La primera es que había heredado una gran cantidad de empresas estatales ineficientes que podía privatizar, aumentando la productividad de dichas empresas y embolsándose dinero por la venta de acciones. Gracias a ello, podía permitirse bajar los altísimos impuestos que sostenían a esas firmas ineficientes e incentivar aún más la actividad privada. Toda aquella fruta al alcance de la mano ya la recogió ella entonces, y hoy ya no hay apenas firmas que vender, los impuestos ya están al nivel de sus vecinos europeos y el gasto público ya está recortado al máximo. De hecho, las encuestas apuntan a que los ciudadanos, si acaso, querrían renacionalizar sectores como los trenes, el agua o la electricidad, y considerarían la sola idea de privatizar la sanidad como poco menos que una traición a la patria.
La segunda fue que su Gobierno -y el de su sucesor, John Major- vivió la ola de la globalización, con la aparición de cadenas de suministro internacionales, el inicio de la era de las multinacionales, la creación del Mercado Común europeo y la apertura de la antigua Unión Soviética y China. Ahora mismo, la situación mundial es la contraria: la ‘guerra fría comercial’ entre Occidente y China, el atasco del comercio mundial durante la pandemia y la salida voluntaria de Reino Unido de la UE no han hecho sino recortar las posibilidades de crecimiento del país.
La contradicción ‘Tory’, al final, ha dado a los laboristas la oportunidad de recuperar la ventaja en el debate sobre competencia económica, algo que habían perdido tras la crisis financiera de 2008, hasta tal punto que, este lunes, el exgobernador del Banco de Inglaterra Marc Carney fue el encargado de introducir a la portavoz (y probable futura ministra) laborista de Economía, Rachel Reeves, en el Congreso de su partido. Puestos a jugar en el terreno de impuestos altos y una preferencia por los servicios públicos frente a lo privado, los ciudadanos prefieren a un partido socialdemócrata que crea en ello antes que a unos conservadores que lo hacen a disgusto pero admitiendo -como diría Thatcher- que, a día de hoy, “no hay alternativa”.
Fuente: Revista El Economista
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