El estrés temprano eleva el riesgo de problemas cardíacos y cerebrales en adultos

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Diversas investigaciones científicas han demostrado que las experiencias de estrés crónico en la infancia no solo impactan en el bienestar emocional inmediato. También pueden dejar huellas biológicas que perduran durante décadas. Los efectos se reflejan en la salud física. Aumentan el riesgo de enfermedades cardiometabólicas y afectan el equilibrio cerebral en la vida adulta.

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Estrés temprano y salud cardiometabólica

Un estudio de la Universidad de Duke, publicado en la revista PNAS, siguió a 1.420 niños desde los 9 hasta los 30 años. El objetivo fue identificar cómo el estrés sostenido en la niñez influye en la salud posterior. Los investigadores evaluaron lo que se conoce como “carga alostática”. Esto se refiere al desgaste fisiológico que acumula el organismo tras una exposición prolongada a factores estresantes.

Entre los marcadores analizados estuvieron indicadores inmunitarios como la proteína C reactiva. También incluían hormonas neuroendocrinas como el cortisol y la DHEA, y parámetros metabólicos como el índice de masa corporal y la relación cintura-cadera. Los resultados fueron contundentes. Aquellos niños que presentaban niveles elevados de estos indicadores tenían un riesgo significativamente mayor de sufrir problemas cardiometabólicos en la adultez. Esto incluye hipertensión, obesidad abdominal y desequilibrios metabólicos.

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Prevención desde edades tempranas

Los autores del estudio recalcan la importancia de evaluar el impacto del estrés infantil en etapas tempranas de la vida. Detectar estas señales a tiempo puede ser una herramienta preventiva clave para reducir la aparición de enfermedades crónicas en la edad adulta. Asimismo, proponen estrategias de apoyo social, emocional y familiar que reduzcan la exposición al estrés crónico durante la niñez.

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El bullying como un factor de estrés crónico

Más allá del entorno familiar o social hostil, el acoso escolar representa uno de los principales detonantes de estrés prolongado en la infancia. Una investigación de la Universidad de Turku, publicada en JNeurosci, analizó cómo el cerebro reacciona ante situaciones de bullying. Para ello, tanto preadolescentes como adultos observaron videos en primera persona que mostraban escenas de agresión y de interacciones sociales positivas. Mientras tanto, sus respuestas neuronales y fisiológicas eran registradas.

Las escenas de acoso activaron áreas cerebrales vinculadas a la emoción y a la percepción social. También hubo reacciones fisiológicas relacionadas con el sistema nervioso autónomo, encargado de responder ante amenazas. La dilatación pupilar y la atención sostenida confirmaron una respuesta intensa y persistente. Esto demuestra que el bullying no solo daña la salud mental. También provoca un estado de alerta constante que afecta la salud física a largo plazo.

Consecuencias a largo plazo

Ambos estudios ponen en evidencia que el estrés infantil no debe ser subestimado. Lo que ocurre en los primeros años de vida no solo marca la personalidad o la capacidad emocional. También condiciona el desarrollo de enfermedades en la adultez. Factores como la presión social, la violencia doméstica, el acoso escolar, o la inestabilidad económica pueden convertirse en detonantes. Así, se inicia un proceso fisiológico que aumenta la vulnerabilidad del organismo con el paso de los años.

Hacia una vida adulta más saludable

Reducir el impacto del estrés en la infancia requiere una combinación de políticas públicas, educación emocional, entornos familiares saludables y programas de prevención del bullying. Fomentar espacios seguros para el desarrollo de los niños no solo mejora su bienestar inmediato. También constituye una inversión en su salud futura. Se reduce el riesgo de enfermedades crónicas y se promueve una vida adulta más plena y equilibrada.

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